
Son las diez en punto de la mañana -una hora poco taurina- cuando las nuevas Cortes se reúnen para decidir quién nos va a presidir durante los próximos cuatro años.
Me siento en lo alto -siempre me gusta mirar las batallas desde las lomas -y voy, con la admiración perpleja de un currito de provincias, ojeando la llegada de los grandes pesos pesados de la política de los últimos años de la Transición.
Algunos llevan tantos años en este hemiciclo que parece que lo hubiesen levantado ellos. Pero no, las jóvenes generaciones, sobre todo del PP, le han puesto al ambiente un aire entre burocrático, tipo Expansión, y la buena calidad del Allure. Los viejos dinosaurios, entre los que me cuento, apenas si ocupamos pequeños espacios del lugar.
Y mientras le doy vueltas al magín admirando la digna belleza de Carmen Romero y la exuberancia levantina de la Alborch, medito sobre los nombres que, encima de la puerta derecha de entrada al hemiciclo, campean: Bravo, Padilla, Maldonado y Juan de Lanuza.
A todos ellos les pasó la cuchilla por el cuello la antigua monarquía de España. Con unos acabó don Carlos I y con el otro, con el aragonés, acabó don Felipe I de Aragón y segundo de Castilla.
El surrealismo de nuestro País se embarca en esta lápida presidenta de las Cortes españolas. Un loor a aquellos que no acabaron arrasando estos hermosos nombres defensores de los fueros y libertades de sus tierras.
Y el rodillo avanza -es natural, con 183 diputados avanzar sin pausa- y al final mi ex alcaldesa queda nombrada presidenta del Congreso de los Diputados.
Hace un discurso medido, democrático y en defensa del papel de la mujer en la sociedad española y actual. Y uno, que tiene siete mujeres en su familia, rodeándome, se siente orgulloso de que una mujer ocupe ese lugar, que sea paisana -la madre de Serrat decía que sus hijos eran de donde les dieron de comer- y que haya sido la derecha -¡manda güevos!- quien haya tenido ese gesto.
Pero la historia, uno anda con muchos años ya sobre los hombros, te va habituando a ver cosas que hace unos años, en nuestro dogmatismo rojeras, hubiésemos negado una y mil veces.
Y para más, Amparo Rubiales es nombrada vicepresidenta y varias mujeres, casi tantas como varones, ocupan la Mesa presidencial del Congreso.
Veamos y esperemos porque el camino comienza teniendo una bonita perspectiva y un interesante horizonte que, aunque ocupado masivamente por el «juro» de tanto diputado pepero, va a tomar un aire alegre y divertido con ese tono con el que los ya desesperados ocupamos el escaño con el que nuestros votantes se han dignado designarnos.
Y sobre mi cabeza -la sesión es monótona con tanta votación- empiezan a dar vueltas los mandatos con los que he llegado hasta esta Carrera de San Jerónimo: Las infraestructuras de mi tierra, el Plan Hidrológico Nacional, los regadíos, la Financiación, los impuestos, nuestra propia dignidad, nuestra historia, nuestro ir hacia delante, como otros territorios de España. Y una sudadera fría me recorre los adentros y los afueras. Y por si quedaba algo, mis colegas del canto, la escritura, la voz y la palabra, también me reclaman en su pequeño patrimonio abandonado. ¡Dios, qué cuatro años me esperan! Pero a lo hecho, pecho.
Y mientras cae la tarde por un Madrid de luz opaca, en esta bronca primavera, asciendo por las calles con la memoria viva de mi País -el viejo Aragón hoy tan presente en el Centro Cultural de la Villa- y con la esperanza de que, dentro de cuatro años, al volver a ser un tipo de la calle, en una señoría más de las muchas señorías que en España existen, vea muchos de los sueños hechos ya realidad.
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