Estuvo horas en Ifema esperando a saber si su mujer seguía viva, y no pudo aguantar más. José Luis Sánchez dejó atrás psicólogos y policías y se coló en el pabellón donde estaban alineados los cadáveres sacados de los trenes aquel 11 de marzo de 2004. "Allí encontré a mi mujer. Todavía no tenía puesta la mortaja. Le faltaba un brazo y una pierna. Me acerqué a ella y le quité un clavo oxidado que tenía incrustado en la cara", afirma, mientras repite el gesto con el pulgar y el índice sobre su propio rostro. "¿A mí me van a decir los de la conspiración que no había metralla en las bombas de los trenes?".
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