Krahe, Javier, se acerca al micrófono y dice: “Seguro que por razones familiares o por simple dejadez, nunca habéis ido a Nueva Zelanda…” La peña que abarrota el garito se ríe. Él hace como que no oye sus carcajadas y continúa hablando hasta que empiezan a sonar los primeros acordes de Antípodas, la canción en donde todo es idéntico a lo autóctono. Sabina, en el primero de sus tres conciertos madrileños, hizo que se pusiera en pie y recogiera la ovación del respetable. Lo llama “maestro” y, sin embargo, él nunca llenaría el Palacio de Congresos de Madrid tres noches consecutivas, ni las entradas se agotarían en horas, ni los reventas harían su agosto. No es fácil verle actuar fuera de un bar, entre otras cosas porque le gustan más que los teatros. Así puede beber y fumar a sus anchas, aunque ya no se trague el humo.
Krahe, Javier, le dice a la concurrencia: “Muchos recordaréis el siglo veinte…” El público ríe. Al acabar el concierto, con un ron de caña en la mano, cuenta cómo después de una de tantas actuaciones un hombre se le acercó y le dijo: “Como cristiano me he sentido ofendido por sus canciones”. Él le contestó: “A mí también me ofenden las vuestras y no entro a las iglesias a decíroslo.” Mejor. El protagonista de su canción Los Caminos del Señor entra en una iglesia, mas no recuerda “a quién coño fui a rezar”. Tras atarle a San Cucufato un cordel, ya se imaginan dónde, se acuerda de que su plan “era entrar a aquel lugar a robar” y les vacía el cepillo. Hace más de un año, cuando lo entrevistaron en Lo + Plus, emitieron un breve fragmento del corto que rodó en el lejano siglo veinte titulado Cómo cocinar a un Cristo. “Se deja el Cristo en el horno durante tres días, al cabo de los cuales, sale solo…” Después le preguntaron cuál era su opinión sobre los obispos que, en aquel tiempo, aún ni se manifestaban. El maestro dijo: “Sólo espero que las fuerzas del orden actúen contra ellos con la máxima contundencia.” Se montó un ligero revuelo, más por las explícitas imágenes de Cristo saliendo del horno que por sus palabras; la COPE y La Razón cargaron, como buenos neoinquisidores, contra el anticlericalismo de Polanco. Ahora comprobamos cómo hasta Krahe, Javier, se quedó corto.
Krahe, Javier, no necesita, aunque ya se lo perpetraron, un disco-homenaje en el que ¿grandes artistas? interpreten sus canciones. Sólo sirve para vislumbrar con mayor claridad el abismo que media entre él y todos los demás. Sus fans a menudo nos lamentamos de que no venda más discos, de que no llene grandes aforos, de que no sea un artista “reconocido”… Y a él se la pela. Hace bien, porque quizá la única forma de que fuera más valorado en su país es que hubiese nacido en Francia; o en Canadá, como la mujer a la que hace un siglo le dijo: “Anique, que me voy a hacer cantante.” Pero si no te he oído cantar nunca, replicó ella. “No, no, que me voy a hacer, pero primero tengo que aprender a tocar la guitarra.” ¿Y cuánto calculas que vas a tardar?, inquirió la francesa. “Hombre, pues empezando ahora a los treinta, unos diez años…” Todo con un único objetivo, aunque aclara: “Yo, cuando no era cantante, tampoco trabajaba. Lo mío es una vocación.” Al tercer ron, cuando yo también suelo ser un escombro, reuní la suficiente compostura para darle las gracias, entre otras cosas por haber compuesto Nos ocupamos del mar, quizá la canción más bonita y paritaria del mundo. Él me contestó: “Aún no me explico cómo pude escribir aquello con veinticinco años”, y el abismo se hizo enorme.
Krahe, Javier, a estas alturas del siglo veintiuno, no tiene sucesor. Y eso es lo que desazona.
sábado, 16 de diciembre de 2006
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